África Mía
Texto y fotos de Jorge Cervera Hause

Por Jorge Cervera Hause. “In the highlands you woke up in the morning and thought: ‘Here I am, where I ought to be’”, escribió Karen Blixen bajo el pseudónimo Isak Dinesen en su libro Memorias de África (1937). Después, Sidney Pollack lo llevó a la pantalla grande en 1985, y la película ganó siete premios Óscar.

El filme referido, así como incontables documentales y la colección de revistas National Geographic de mi abuelo, detonaron en mí una pasión inmensa por África desde la infancia.

Fue una fijación que no pude sacar de la cabeza hasta que por fin visité el continente en 2007. ¡Y de qué manera! Viví dos meses en una reserva privada en Sudáfrica participando en un reality de Animal Planet que buscaba al futuro talento documentalista de vida salvaje. Esta fue en su momento la producción más cara del canal.

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Unos 16 años después, tras varios documentales, publicaciones (e incluso dos barcos a cuestas) fundé Sherpa GX, empresa de viajes de aventura donde mi pasión y experiencia, aunadas a la naturaleza más cruda y remota, se conjugan para vivir los lugares con los que mucha gente sueña… y que muchos ni siquiera imaginan que existen.

Circunnavegar Spitsbergen en un rompehielos en busca de osos polares; cabalgar con los kazajos en los montes Altái, al este de Mongolia; bailar con mantas gigantes bajo el agua en Revillagigedo, o compartir los fiordos con orcas en el gélido invierno noruego, son algunas de las expediciones que hacemos constantemente en Sherpa… pero África siempre será África.

Después de la producción de Unearthed he regresado a África en muchas ocasiones y nunca me he cansado. Antes de cada viaje, la expectativa y la emoción siempre son las mismas que las de aquella primera vez.

Cuando Ricardo Cos, un gran amigo de Sherpa GX me dijo que moría de ganas de ir a África, pero con la condición de que yo estuviera en el viaje, me sentí halagado y, a la vez, con una enorme responsabilidad: la de introducir alguien nuevo (y muy querido) al continente más enigmático y espectacular que existe en este planeta.

RETO ACEPTADO

Hoy, Sherpa GX tiene una excelente relación con los mejores operadores de safari en África, pero ¿cómo escoger el itinerario ideal? Primero, hay que tomar en cuenta el brief del cliente que puede incluir fechas de viaje, presupuesto, intereses y tiempo disponible.

En esta ocasión tuve carta blanca en todo, siempre y cuando el viaje fuera en mayo. Así, decidí hacer una especie de “África 101”, un tasting menu donde Ricardo pudiera ver un poco de todo lo que me gusta de este lugar.

El quinto es muy buen mes; lo que en la industria se considera shoulder season, distinta al pico de temporada, donde normalmente tienes los mejores safaris pero también la mayor cantidad de gente, lo cual demerita la experiencia.

En el sur de África ya pasaron las lluvias y el invierno está por empezar. Las pasturas se secan y es más fácil el avistamiento de vida salvaje, mientras que, en África del Este, la temporada de lluvias está llegando al final, pero la vasta sabana, más verde que en otras fechas, te regala una experiencia increíble, lejos de multitudes, siempre y cuando se escojan bien los lodges a visitar.

Al final, fuimos cinco en el viaje: Alejandra, novia de Ricardo; Diego, amigo de la infancia y gran compañero de aventuras; y Juan, un colombiano con quien he compartido viajes a Revillagigedo, el Pantanal, la Patagonia chilena y las Galápagos. Todos fueron llegando en diferentes etapas del viaje. Diego nos alcanzó en Namibia, y Juan en Zimbabwe, quien, una vez terminado el viaje opcional de Sherpa, se aventuraría hacia Rwanda, Botswana y Namibia.

La inspiración comenzó con el menú de degustación que cité en párrafos anteriores. Y dicho esto, así es como servimos la cena…

AMUSE BOUCHE CAPE TOWN

Estás sentado en el waterfront a las siete de la mañana y tu espresso es un abrazo al alma cuando el viento frío del Atlántico te recuerda que tu reservación es en el ala sur del continente. Las nubes abrazan Table Mountain a lo lejos —como es costumbre— y abajo, la postal que ofrecen la marina y el hotel Cape Grace, un punto de referencia en el lugar.

El plan central del primer día es recorrer viñedos, específicamente en la región de Franschhoek. Arrancamos la mañana con una cabalgata por los viñedos de Babylonstoren, mi propiedad favorita en la zona y donde Kansas, mi caballo —muy necio, por cierto— galopa en todo momento, aunque no se lo pidas.

Después de nuestra cabalgata lejos de los viñedos que visitan los turistas, hicimos el primer tasting en Anthonij Rupert. La bodega familiar que elabora el célebre espumoso L’Omarins, y mis tintos sudafricanos favoritos.

Sus blends y su Syrah son espectaculares, y admiro esta bodega a pesar de que —irónicamente— no produce un buen Pinotage, buque insignia de la región.

Durante la cata en los jardines de una de sus granjas nos hicimos amigos de la familia Bisbee, la misma que organiza el torneo de pesca deportiva más importante del mundo en Cabo San Lucas, donde viví cuatro años.

Nuestra historia marítima en Baja California resultó en una química impresionante y una rica plática donde el vino y las anécdotas con amistades en común alegraron buena parte de la tarde.

La convivencia con los Bisbee se prolongó tanto que dejamos pasar la reservación para almorzar en Delaire Graff, un viñedo entre Franschhoek y Stellenbosch (la otra región vinícola importante) que combina el buen vino con arte y hospitalidad.

No hubo más remedio que hacer otra degustación en Anthonij Rupert. El vino fluyó como agua, y decidimos brincarnos la cena en Babel (restaurante dentro de Babylonstoren, y mi predilecto de Sudáfrica).

Al llegar a nuestro hotel no podíamos caminar en línea recta y nuestra falta de balance confirmó que no llegar a cenar fue una buena decisión.

Nada expresa el éxito de una cata de vinos como el hecho de que los planes cambien constantemente porque el vino es bueno y las risas son muchas.

Al día siguiente, después de un rico desayuno, estábamos listos para nuestra siguiente aventura.

A las nueve de la mañana despegamos del helipuerto a bordo de un Airbus H135 rojo, y pudimos admirar en plenitud Cape Town, Table Mountain, Lion’s Head Mountain, y el DHL Stadium.

Rodeamos la ciudad por el oeste y nos dirigimos hacia el sur. En estas playas, las nubes y las olas se hacen una misma entidad, dejando a veces apreciar el terreno rocoso a través de las grietas que cortan la luz entre la neblina. Después de 30 minutos de acantilados y faros, por fin sobrevolamos Cape Agulhas, el punto más meridional de África.

Al aterrizar en Miller’s Point, que en la primera mitad del S. XIX fuese una estación ballenera, nos interceptó un equipo de filmación que esperaba que alguien más bajara del helicóptero.

Ya en tierra, una sprinter nos transportó al punto extremo de Cape Point, donde pudimos hacer hike hacia Cabo de Buena Esperanza. Esta caminata de 45 minutos a lo largo de una ruta de fácil acceso ofrece vistas impresionantes de los acantilados, así como encuentros cercanos con avestruces salvajes y alguno que otro babuino.

En el trayecto de regreso a Cape Town en coche, hicimos una parada en Boulder’s Beach para ver a los pingüinos sudafricanos, también conocidos como jackass penguins por el ruido que hacen, parecido al de un burro.

Luego nos dirigimos a Simon’s Town donde pasamos frente a la oficina de Shark Explorers (un proyecto en el que se encuentra inmerso mi amigo Morne Hardenberg). En este pintoresco pueblo costero, ubicado antes de Kalk Bay, hicimos una escala en Harbour House para un tomar un lunch break de mariscos. Los camarones de Mozambique no se perdonan.

APPETIZER NAMIBIA

En África, los traslados tienen su complicación, especialmente cuando te alojas en lodges remotos, perdidos en la naturaleza. Para llegar a Namib Outpost fue necesario volar con la aerolínea regional Airlink desde Cape Town hasta Windhoek (capital de Namibia) y llegar al aeropuerto de Eros, cerca de la ciudad.

Ahí abordamos un Cessna Caravan 208 a Kulala Airstrip. Desde esa pista privada de aterrizaje en Sossusvlei manejamos 45 minutos al lodge. Es así como recorrer una distancia relativamente corta en África se convierte en una odisea de 12 horas de duración.

Siendo fan de Wilderness como operador, ya había pasado tiempo en Kulala y Little Kulala en esa zona, pero nunca en Namib Outpost, que pertenece al segmento de los lodges de Ondili, donde la base de las montañas abraza 10 suites de lujo que, además de las amenidades normales, cuentan con una cama exterior (ideal para la observación de estrellas), un amplio balcón y regadera exterior.

Dejamos de lado ese tipo de alojamiento porque el grupo de exploradores que dirigí es apasionado de los deportes ecuestres. Ricardo y Ale juegan Polo, y Diego compite en salto desde que lo conocí, cuando teníamos 10 años. Fuera de viajes enfocados totalmente en caballos por empresas especializadas como Black Saddle Travel, Ondili es el único operador en Namibia que tiene la opción de hacer horseback por el desierto.

Después de ver algunos oryx en el camino al lodge, con el atardecer como telón de fondo, llegamos a cenar y asimilar —bajo un cielo estrellado— que estamos en el desierto más antiguo del mundo, formado en algún punto entre 55 y 80 millones de años atrás.

En África los días empiezan temprano, y nuestro primer itinerario nos llevaría al Deadvlei, un antiguo pantano (ahora seco) cuyo nombre en afrikáans significa “pantano muerto”. Hace 700 años, este lugar estaba lleno de vida gracias al río Tsauchab, pero el cambio climático y la formación de dunas bloquearon el agua, dejando árboles muertos que nunca se descompusieron: el sol los momificó sin pudrirlos.

Hoy, rodeado de imponentes dunas rojas como Big Daddy, el Deadvlei es un destino muy popular, tanto que se siente como una atracción turística urbana. Aunque prefiero evitar multitudes, reconozco que para quien visita Namibia por primera vez, es imperdible.

Ese día, una contractura en el cuello me obligó a cambiar de planes y opté por pasar una mañana tranquila, disfrutando del paisaje y de un masaje antes de cabalgar hacia nuestro fly camp, donde pasaríamos la noche.

Muchas veces se piensa que, en un viaje así, hay que participar en todas las actividades para “sacarle el valor” a la experiencia —que, dicho sea de paso, no es poca cosa—. Pero olvidamos que la ubicación y el servicio de primer nivel de estos lodges hacen que el simple hecho de estar ahí ya sea un privilegio.

Esa mañana, mientras el equipo Sherpa salía rumbo al Deadvlei, observé desde mi terraza privada —espresso en mano— cómo el cielo cambiaba de tono: de un naranja incendiario a un azul claro, atravesando matices de rosa y morado.

Uno a uno, los globos aerostáticos aparecían detrás de las montañas, como si alguien los hubiera pintado en el horizonte. Estaba disfrutando tanto ese momento que no pude evitar encender un puro nicaragüense y absorberlo todo. A las 11 am tuve un masaje de cuello y espalda que complementó perfectamente una inyección para el dolor, en aras de estar listo para la cabalgata de la tarde… que terminé abortando.

Demoramos en salir y era importante un galope intenso para llegar al campamento antes del atardecer. A pesar de que estoy muy acostumbrado a montar desde niño, preferí una vía más segura. Llegué al campamento en coche, donde ya estaban todos disfrutando un Amarula junto al fuego. Por lo que me contaron, la cabalgata fue como sacada de una escena de Hidalgo, donde Viggo Mortensen compite en Ocean of Fire, la legendaria carrera donde los contendientes cruzan 3,000 millas en el desierto Arábico.

El viento aumentó su velocidad por la noche, llegando a lo que -calculé- eran, al menos, 22 nudos. Dentro de una pequeña tienda de acampar éste fue un recordatorio de que la naturaleza manda y no tenemos control sobre absolutamente nada.

El día comenzó con un desayuno sencillo pero reconfortante: fruta, cereal, huevos, café y té calentados al fuego. A lo lejos, los altos pastizales —resultado de lluvias tardías— se mecían con el viento como un océano de tonos verde y amarillo.

Esa tarde la pasamos en el lodge, y por la noche nos reunimos en el cigar lounge, un bar bajo una carpa entre la alberca y el comedor, que evocaba los campamentos coloniales británicos de principios del siglo XX. Ahí, entre puros, whisky y risas, comentamos los mejores momentos del viaje hasta entonces.

Al día siguiente tomamos un vuelo de regreso a Windhoek en un Aero Commander 560 de los años 70, una confiable joya de la aviación poco común hoy en día. Ya en la ciudad, nos alojamos en The Weinberg —mi hotel favorito— y cerramos el día con una cena antes de partir hacia Zimbabwe.

MAIN COURSE ZIMBAWE

Mi gran apuesta del viaje. La decisión sensata hubiera sido ir a Botswana: una combinación entre el Okavango Delta y Linyanti, tanto por los lodges de Wilderness, que conozco muy bien, como por la abundante vida salvaje en ambas regiones.

La realidad es que una comezón un tanto egoísta me había llamado a Zimbabwe desde hace tiempo. Aunque ya conocía el país, nunca me había adentrado realmente en un safari ahí. Con Sherpa, ya habíamos organizado varios viajes privados en los que nuestros clientes vivieron encuentros espectaculares con todo tipo de fauna africana. Pero esta vez, era mi turno.

Es el único lugar donde los walking safaris te permiten acercarte al “gran juego” como en ningún otro sitio, y eso es lo que más me atraía. Además, tenía la esperanza de ver al african wild dog, el cazador más eficiente del continente, con un impresionante porcentaje de éxito del 90 %. Para ponerlo en perspectiva, los leones rondan apenas el 30 por ciento.

El ecosistema de Zimbabwe se parece mucho al de Botswana, con sus ventajas y desventajas. Al ser un destino de safari menos popular y más joven, tiene menos infraestructura… pero también menos turismo masivo. Esa combinación fue parte de la apuesta.

La segunda apuesta era el operador. El año pasado, Machaba Safaris nos invitó a conocer sus operaciones en Botswana y Zimbabwe. Esa ocasión no pude asistir por otros compromisos, pero en mi lugar asistió Isa (mi mano derecha y una viajera aguda en quien confío con los ojos cerrados). Aprovechando el viaje, coordiné con la gente de Wilderness y Desert & Delta para que ella pudiera comparar directamente las tres grandes casas de safari en la región. Sorprendentemente, volvió encantada con Machaba y comparó sus operaciones con las más top del sur de África. Su entusiasmo fue suficiente para convencerme de elegirlo como nuestro operador en Zimbabwe para este viaje.

Volamos de Windhoek a Victoria Falls en menos de dos horas. Desde ahí, tomamos un Caravan 208 hasta la pista aérea de Mana Pools. En África, los vuelos privados son prohibitivamente caros y muchas veces innecesarios, así que dependemos de las rutas de Mack Air.

La nuestra incluía varias paradas: primero en Hwange (45 minutos) para recoger pasajeros; luego en Kariba (hora y media), hogar del lago artificial más grande del mundo (180 km3 de agua), para cargar combustible; y finalmente, tras una hora más de vuelo, aterrizamos en Mana Pools, nuestro destino.

El African Bush tiene un olor especial. Es un mix de tierra mojada con algo parecido al eucalipto que en realidad es la combinación de las plantas del lugar, heces de animales, y misterio. Un petrichor potente con un toque de mortalidad. Estás aquí, y sabes que eres turista en la cadena alimenticia.

Antes de tocar pista, nuestro piloto grita “wild dogs” con suficiente fuerza para que todos escuchemos. A mí en lo particular esta noticia me emocionó sobremanera, ya que en mis múltiples visitas y casi 200 días en safari, nunca había visto a los cazadores más eficientes, poseedores de la estructura social más interesante del continente.

Juan, quien llegó a Zimbabwe directo de Johannesburgo por la mañana, ya nos esperaba en la camioneta cuando aterrizamos. Nos saludamos con gusto mientras nuestro guía, sin tiempo ni lugar a presentaciones o formalida- des, nos decía: “wild dogs are here, let’s go guys”.

Tras avanzar menos de 200 metros, el guía nos autorizó bajar de la Land Cruiser adaptada para safari con tres reglas de oro que debíamos seguir: no hacer movimientos bruscos, estar en silencio y mantenernos quietos.

En el sitio ya había otra camioneta con una sola persona, que más tarde se presentó como Thomas Cahalan, dueño de una agencia de viajes high-end en Londres llamada Dorsia.

Sí, como el infame restaurante de American Psycho donde era imposible —incluso para el financiero más célebre— conseguir una reserva- ción. Resultó que Thomas y yo teníamos varios amigos y conocidos en común en Londres, pero antes de saludarnos oficialmente, lo que nos llevó a intercambiar contactos fue una serie de fotografías.

Cuando llegamos con la jauría, él estaba sentado en el suelo y llevaba ya un buen rato observando pacientemente a los perros salvajes, que simplemente descansaban bajo la sombra.

Evidentemente, los wild dogs ya se habían acostumbrado a su presencia, y cuando la curiosidad despertó en uno de ellos, decidió acercarse. La frase “too close for comfort” cobra un nuevo significado cuando el mejor cazador del continente africano decide morder la suela de tus sneakers.

Thomas manejó la situación con calma absoluta y se fue de Zimbabwe con la anécdota de su vida: “What a sighting, right! I’ve been going on safari regularly for almost 10 years and have never experienced anything like that with the dogs”.

Nuestro campamento en Mana Pools fue Ingwe Pan. Nada del otro mundo, pero cómodo, junto a un watering hole permanente, y donde una hiena muy crecida en confianza visitaba el campamento todas las noches para intentar robar comida, y hasta un par de binoculares.

Mana Pools viene del shona “mana”, que significa “cuatro”. El nombre hace referencia a los cuatro cuerpos de agua que, incluso en la época de estiaje, nunca se secan por completo y se convierten en verdaderos imanes para la vida salvaje entre junio y octubre. Estas cuatro piscinas naturales —Chisasiko, Chine, Long Pool y Chikwenya— son el corazón del parque nacional.

A finales de mayo ya debería haber estado en temporada seca. De hecho, he estado en Botswana y Zambia varias veces en esas fechas, y la experiencia siempre ha sido espec- tacular: el safari es prácticamente igual que en temporada alta, pero con la ventaja de evitar las multitudes. Personal- mente, prefiero una menor cantidad de gente, incluso si eso significa tener que esforzarse más para encontrar a los animales. De hecho, me parece una experiencia de safari más auténtica.

Pero este año fue distinto. Después de cuatro años de sequía en el sur del continente, el 2025 trajo una temporada de lluvias más prolongada y generosa como no se veía en mucho tiempo. Esto, por supuesto, es excelente para los animales, pero para nosotros significó enfrentarnos a una vegetación exuberante y densa, que dispersa a la fauna gracias a la abundancia de agua y hace más difícil detectarla entre la maleza.

Mayo no debería verse así, pero parte de la magia de explorar territorios verdaderamente salvajes es estar a merced de los caprichos de la naturaleza. Y, siendo honestos, navegar lo inesperado hace que las pequeñas victorias sepan mejor.

En contraste, existen pequeñas reservas privadas —especialmente en Sudáfrica, alrededor del Parque Kruger— que son las favoritas del turismo al que llamo checklist tourism: viajeros que sólo quieren tachar listas.

Países visitados, especies vistas, vuelos tomados… En estas reservas puedes ver a los big five (león, elefante, rinoceronte, leopardo y búfalo) en un solo día. Pero también verás postes de luz, bardas que dividen propiedades y que separan artificialmente las reservas del parque nacional.

Es común usar esas referencias como puntos geográficos, y de pronto sabes exactamente en qué parte de las 6,000 hectáreas de Sabi Sands estás parado.

Estos lodges —construidos en concreto, con un lujo algo rancio de los noventa— son los favoritos de muchos mexica- nos que, sencillamente, no le han entendido a África.

De vuelta en Mana Pools, no voy a mentir: lo más emocionante del viaje ocurrió en las primeras dos horas después de aterrizar. No era la mejor hora para tomar fotos —la luz se desvanecía con cada minuto—, pero la experiencia de ver a los wild dogs interactuar con nosotros es algo que jamás voy a olvidar.

Otro gran highlight fue la experiencia de hacer kayak en el río Zambezi. Con Zambia al otro lado de la orilla, remábamos entre hipopótamos. “La ignorancia es una bendición”, pero quienes conocen un poco sobre la fauna africana saben que el animal responsable de más muertes humanas en el continente no son los leones, ni los cocodrilos, ni los elefantes malhumorados… son los hipopótamos. Sólo están detrás de los mosquitos —por las enfermedades que transmiten— en cuanto a letalidad.

Estos animales no sólo son extremadamente territoriales y agresivos, sino también mucho más rápidos y ágiles de lo que imaginamos. En el agua se mueven con sigilo, y en tierra pueden alcanzar hasta 30 km/h en un sprint. Para ponerlo en perspectiva: un atleta olímpico corre a unos 28 km/h. Así que sí, no hay manera de ganarle al vegano con el peor carácter del planeta.

Afortunadamente, nuestros guías en la canoa eran muy experimentados y siempre priorizaron nuestra seguridad. Pero no olvidemos que, en África, todos somos parte de la cadena alimenticia y estamos a merced de la naturaleza.

Mientras estábamos en el río, nuestro guía localizó a la familia de leones local en un abrevadero. Volvimos a buscarlos por la tarde, pero una manada de unos 30 elefantes apareció y prácticamente los desalojó del lugar. Pasamos el resto del día intentando localizarlos, sin éxito. De hecho, no volveríamos a verlos durante toda nuestra estancia en Mana Pools.

Una de las razones principales por las que elegí Zimbabwe es porque es el único país de África donde los walking safaris son más permisivos que en otros lugares. Estar a pocos metros de un elefante africano salvaje te pone en perspectiva: somos insignificantes, vulnerables, y ese “baño de realidad” no le cae mal a nadie.

Como fotógrafo de vida salvaje he estado cara a cara con tiburones blancos, orcas, anacondas y cocodrilos, pero mi corazón nunca había latido tan rápido como al estar a cinco metros de un elefante macho de seis toneladas, territorial y de carácter voluble.

La gente suele impresionarse mucho con mis fotos y videos de tiburones, pero la realidad es que los animales más peligrosos son también los más inteligentes. La alta inteligencia de una orca, un delfín, un gorila o un elefante los vuelve impredecibles, con personalidades individuales muy marcadas, como las nuestras. Hay seres humanos tranquilos, pacientes, buena onda… y también los hay agresivos, impulsivos, incluso peligrosos, que no necesitan provocación para reaccionar con violencia.

Un tiburón blanco responde más al instinto. Cuando comprendes su comportamiento, se vuelve más predecible: es más fácil leerlo, interpretarlo y saber cómo reaccionar. Con ellos, 2 + 2 = 4. No hay margen para matices.

Nuestro segundo destino en Zimbabwe fue Hwange, que alberga la población más grande de elefantes a nivel mun- dial, rondando los 40,000 individuos y designado parque nacional desde 1929.

Aquí nuestro campamento fue Verney’s Camp, también de Machaba. Más lujoso que Ingwe Pan, cuenta con habitaciones amplias, dos áreas comunes (lounge y comedor), ambas con terraza, y amenidades como alberca y fire pit frente a un enorme pozo de agua donde siempre hay algo bebiendo: kudus, cebras, elefantes… incluso leones.

Nuestro guía en Verney’s fue Themba, que en shona significa “alguien en quien puedes confiar”, y no debe confundirse con Tembo, que significa elefante en swahili. Themba es bonachón, con bigote y pelo muy chino con canas que se asoman por debajo de su gorra. Siempre sonriente y con ganas de explicar y compartir su amplia experiencia.

Pasamos dos días tranquilos en Hwange, con avistamientos similares a los de Mana Pools. No hubo rastro de wild dogs, pero fuimos testigos de una batalla entre dos cebras macho por el derecho a aparearse con las hembras del territorio.

Los leones —y cualquier otro felino— seguían escondiéndose de nosotros, y no voy a mentir: empecé a sentir una responsabilidad enorme con Ricardo y Ale.

TROU NORMAND BIG FALLS

Para limpiar el paladar y tener un buffer de los días de safari que son largos y agitados, paramos una noche en el histórico The Victoria Falls Hotel. Inaugurado el 8 de junio de 1904 por los colonialistas británicos para alojar trabajadores de la construcción de la infraestructura ferroviaria que iría desde el Cairo hasta el Cabo, y visitantes de la misma.

No tardó la realeza en hospedarse, y posteriormente en 1963 fue sede de la Victoria Falls Conference y las pláticas que dieron paso a la independencia de Rhodesia, que se convertiría en las repúblicas de Zambia y Zimbabwe.

El edificio te remonta inmediatamente a otros hoteles históricos, como el Hotel del Coronado en San Diego, o el Stanley Hotel en Estes Park, Colorado, que fue la inspiración de Stephen King para escribir The Shining. Las paredes respiran historia, y las fotografías, grabados, litografías y trofeos de caza te hacen sentir inmediatamente parte de otra época. Al fondo el spray de las cataratas se eleva casi hasta las nubes.

La estación de tren sigue en la puerta del hotel, y las vías activas. Cuando llegamos, el tren de Rovos Rail (el invaluable bebé de la familia Von-Thane), que es el equivalente al Orient Express en África, estaba a punto de salir. A bordo nos relajamos con una steak dinner y dos botellas de Kanonkop, uno de mis Pinotage sudafricanos preferidos.

Para el día siguiente, y antes de volar a Nairobi, ya tenía preparado un plan para experimentar las cataratas de la manera que más me gusta: en helicóptero. Pero para hacerlo bien, habría que cruzar hacia el lado de Zambia, porque solo desde este país se puede entrar al cañón, volando entre altas paredes de piedra y muy cerca del agua.

Nadie se quejó de sumar un sello más al pasaporte, pero a pesar de tener chofer y camioneta, cruzar a Zambia —y luego regresar a Zimbabwe— fue como lo hacen miles de personas cada día para trabajar en el país vecino: largas filas bajo el sol ardiente de mayo, hasta llegar a una caseta diminuta sin aire acondicionado y con el inconfundible aroma del sudor africano. Los edificios burocráticos tienen una estética universal, sin importar el país donde te encuentres.

Hicimos una parada en el Royal Livingstone Hotel, la versión “Mickey Mouse” de Zambia frente al histórico Victoria Falls Hotel. construido en 2001 junto al río, con arquitectura colonial, pero sin una pizca de historia real.

Ya en Zambia, nos dirigimos al helipuerto donde nos esperaba un Bell 429. El vuelo nos llevó primero obre las Cataratas Victoria, desde donde se aprecia el puente que conecta ambos países. Desde ahí se puede hacer salto en bungee desde 111 metros de altura, con cuatro segundos de caída libre. Y aunque las medidas de seguridad son, digamos, artesanales (cinchos de ferretería y toallas enrolladas en los tobillos), el sitio solo ha registrado un accidente en más de 30 años de operación.

Pero lo mejor vino después: volar dentro del cañón y sobre los rápidos del Zambezi. “El viaje en helicóptero de tu vida”. Regresamos al hotel en Zimbabwe solo para recoger nuestras maletas y dirigirnos al aeropuerto. Próxima parada: Nairobi, donde comenzaría la recta final de nuestro viaje.

DESSERT KENYA

En mi opinión, África del Este no tiene rival cuando hablamos de safari. El Serengueti en Tanzania y el Masái Mara en Kenya son el África del imaginario colectivo de la humanidad. Sea cual sea la diminuta referencia que alguien tenga de la sabana africana, sin importar si fue un libro, una película, un dibujo animado o una historia antes de dormir, siempre va a pensar en los campos abiertos y las acacias solitarias con el sol poniéndose al fondo; en las grandes manadas pastando, y los grandes felinos al acecho con el viento en contra.

El Serengueti y el Mara hacen frontera, pero cada uno tiene una personalidad muy diferente que es un espejo del país. El Serengeti es The Lion King, Kenya es Out of Africa y The Man Eating Lions of Tsavo, la tierra del swahili y los masáis.

En la cuna de la humanidad, donde el tiempo respira entre las ramas de las acacias y la tierra aún recuerda el trueno de las bestias antiguas, Kenya no inventó el safari como moda, sino como un rito primitivo.

Desde el corazón ardiente del Gran Valle del Rift hasta el oro infinito del Masái Mara, la historia del bush keniano no se escri- bió con tinta. Está marcada con sangre, huellas de león, pólvora y huesos de elefante. Aquí nació la palabra safari, del swahili “viaje”, pero su significado fue mucho más allá de moverse de un lugar a otro: implicaba transformarse, cruzar el umbral hacia lo salvaje, donde las reglas del hombre se quiebran ante el pulso de la naturaleza.

A inicios del siglo XX, Kenya fue el teatro de sangre del Imperio británico (donde aristócratas con trajes de lino y cascos coloniales perseguían la inmortalidad empuñando rifles de doble cañón). Nombres como Denys Finch Hatton, Bror Blixen y Chas Cottar cruzaban la sabana en Fords sin techo, con botellas de ginebra tintineando en una mano y pieles de leopardo secándose en la otra. No cazaban solo animales: cazaban leyendas…

Karen Blixen escribió sobre el romance y la ruina en las colinas de Ngong, mientras sus amantes desaparecían en accidentes aéreos o eran devorados por fiebres negras, tragados por la misma naturaleza que adoraban.

Con el paso del tiempo, el rifle cayó y la cámara ocupó su lugar. Kenya se reinventó. Los grandes cazadores se volvieron conservacionistas, los rastreadores se hicieron guías, y los trofeos se convir- tieron en historias.

Y sobre los antiguos terrenos de caza, surgieron campamentos de lujo, donde los viajeros modernos pueden ver, con una copa de vino en la mano, la naturaleza indomable de Kenya, y si ajustan el olfato lo suficiente, pueden respirar la sangre y la muerte que nunca abandonó del todo ese lugar.

Uno de esos campamentos de lujo, mi favorito de todo África, está directamente correlacionado al pasado de Kenya, brillantemente adaptado al presente y preparado para el futuro.

A comienzos del siglo XX, en 1904 para ser exactos, Chas Cottar, un cazador de Iowa, llegó a África inspirado por el safari de Teddy Roosevelt, y lo que comenzó como aventura se transformó en obsesión. Regresó con toda su familia, y en 1919, junto a sus hijos, fundó Cottar’s Safari Services, convirtiéndose en uno de los primeros cazadores profesionales de África Oriental.

En un mundo donde la muerte acechaba en cada arbusto y el sol partía la tierra, los Cottar guiaban a reyes, escritores, aristócratas y locos soñadores entre manadas de elefantes, ríos infestados de coco- drilos y llanuras sin final.

Chas sobrevivió embestidas de búfalos, ataques de leopardos, y noches sin luna en la sabana. Hasta que, en 1940, una carga de rinoceronte lo mató mientras filmaba. Murió como había vivido: en el corazón del Bush, con la cámara en mano y la mirada fija en el horizonte, y sin titubear, en la muerte que le hacía un cargo a toda velocidad.

Sus hijos Mike, Bud y Ted, continuaron el legado, guiando expediciones legendarias en una África aún sin mapas. Pero África siempre cobra su tributo. Mike murió de fiebre negra, Bud en el exilio, y Ted simplemente fue tragado por la historia.

En los años 60, el nieto de Chas, Glen Cottar, reescribió la historia familiar. Colgó el rifle, levantó una cámara, y fue pionero del safari fotográfico en Kenya, abriendo uno de los primeros campamentos permanentes en Tsavo. La caza dio paso a la contemplación, y el safari se volvió una danza silenciosa con la naturaleza, no una conquista.

A finales de los 90, Calvin Cottar, bisnieto del pionero y un muy buen amigo, fundó Cottar’s 1920’s Safari Camp, un tributo viviente a la época dorada del safari, pero con un alma nueva: conservación, comunidad y cultura. Este fue nuestro alojamiento en la última etapa del viaje.

En las tierras del Olderkesi Conservancy, a las puertas del Masái Mara, los Cottar siguen guiando viajeros —ya no para abatir bestias, sino para aprender de ellas—. Su campamento es refugio, museo y altar, donde los cuentos de su tatarabuelo aún flotan en el humo del fuego, y donde los rugidos de la noche no son amenaza… son herencia.

Su director, Calvin Cottar, ve la conservación como un problema social, no ambiental, y ahí es donde nos entendemos muy bien. Yo, en 2013 junto a mis amigos, sentaba las bases para implementar un modelo económico turístico como alternativa a la pesca de tiburón, y al mismo tiempo, empoderando a las comunidades de pescadores locales para que ellos llevaran las riendas del mismo, ya que proteger los recursos naturales implicaría proteger sus intereses y familias. Sin saberlo, estaba aplicando el mismo modelo que Calvin implementó con los ganaderos masái, siempre empoderándolos y velando por sus intereses.

Él nunca les quiso comprar sus tierras. Los 7,000 acres de Olderkesi le pertenecen a la comunidad, pero están en un arrendamiento de tal manera que económicamente les vaya mejor que como ganaderos, y al mismo tiempo es tierra de uso exclusivo de Cottar’s, que a la vez hace frontera con el Mara y el Serengeti. Al ser una renta, Calvin se obliga a siempre ser justo con sus propietarios, porque de lo contrario, no le renuevan el alquiler. Todos los guías de Cottar’s son masái de las comunidades de Oldekesi.

Nuestro guía, Enock Sayagie es uno de ellos, quien además habla perfecto español y ha viajado por el mundo promovien- do el negocio y dando entrevistas en televisión y para medios escritos. Él personifica la gracia y presencia de un guerrero masái estoico, entregando ideas deliciosas con una intimidante y silenciosa confianza en cada game drive. Ha sido guía de safari de la Reina Isabel, Angelina Jolie, Eluid Kipchoge, entre muchas otras figuras públicas.

Después de hablar de Kenya y el legado de la familia Cottar, creo que nuestra experiencia de safari en este viaje se vuelve un tanto irrelevante, pero les puedo adelantar que por fin aparecie- ron los grandes felinos.

Apenas al aterrizar en la pista privada de Cottar’s apareció una leoparda. Sospechamos que tenía cachorros escondidos en algún rincón, por la frecuencia y precisión de sus cacerías. La primera noche, con ayuda de mi Leica Calonox (un scope infrarrojo con tecnología militar) encontramos un león macho caminando en la proximidad del campamento.

Los leones, tras días de buscarlos, finalmente aparecieron el último día, a cuatro horas del campamento. Encontramos un cadáver de búfalo que parecía perfectamente montado por el departamento de arte de una producción de Hollywood: fresco, dramático, brutal. Rastreamos (suena a manada) las huellas y a un par de kilómetros encontramos al survey pride asoleándose en las rocas. Este grupo, con más de 20 félidos, opera del otro lado de las colinas de Olderkesi y es especia- lista en cazar búfalos. Después de pasar un rato con ellos, nos refugiamos bajo la sombra de un baobab para comer algo y celebrar el cierre del safari con un puro y un whisky.

De regreso al campamento, nos envolvió una tormenta que fue el broche de oro: cinematográfica, intensa, digna de Kenya. Tres horas, varios deslaves y dos cruces de río después, estábamos de vuelta. Exhaustos, empapados… felices.

Porque todo gran concierto necesita un encore, ya pasada la lluvia, cada quién en el deck de su tent, disfrutó de una de las tradiciones más antiguas de Cottar’s, esa en la que te preparan al momento un baño caliente en una tina de canvas (la misma lona que se usa en la carpa) acompañado de fruta, quesos, nueces, y la bebida de tu elección, en mi caso, un té de manzanilla.

En los días dorados del África indomable, cuando el mundo aún creía que lo salvaje podía ser conquistado, un hombre dejó las llanuras de Iowa para seguir el llamado del trueno africano. Su nombre era Charles “Chas” Cottar, y su legado no sería una historia común, sino una epopeya forjada en fuego, pólvora y honor.