
El microclima se presenta así ante mí: entre Sierra Nevada y el Mediterráneo, con los pies en la arena y la vista puesta al infinito. Marbella Club ondea el estandarte de una hospitalidad franca, brillante y arropada por la autenticidad de su entorno, tan privilegiado que invita a cambiar de vida y mudarse a la Costa del Sol… aunque sea por unos días.
Lo tenía claro en mi primera visita a la Costa del Sol: debía observar el amanecer. Quería hacerlo desde el muelle que había visto tantas veces en imágenes, sentir el crujir de la madera bajo mis pies, palpar el sol con las mejillas y confirmar si el brillo del Mediterráneo en pantalla se correspondía con aquel — idealizado, tal vez — que habitaba en mis recuerdos.
Abrí las cortinas de mi habitación en Marbella Club para dejar ir la mirada hacia un entorno casi selvático. El canto de las aves parecía arrullar el vaivén sereno de un columpio que pendía de la rama de un árbol gigante.
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A mi izquierda, el murmullo del mar parecía decirme: “no te distraigas”, pero al mismo tiempo, enriquecía el paisaje acentuando su atractivo sensorial.

Minutos después, al fin de frente al muelle de las postales —esas que recorren el mundo como emblema del Marbella Club— confirmé que no era el único sediento de amaneceres cuando una mujer subió trotando para recorrer esa pasarela de madera de punta a punta, regresando a tierra firme a los pocos segundos.
Entonces, ya en completa soledad, caminé dispuesto a presenciar el nacimiento oficial del día, dejándome llevar por una nueva distracción: era una transparencia inaudita en la orilla de la playa. Con el tiempo justo, el ascenso del sol me inyectó una suerte de energía que —lo confirmaría después— sería la constante de los días por venir. ¡Y qué días!
Gusto al gusto
Lo primero fue sumergirme en un torbellino de encuentros culinarios inesperados. Primero, en The Beach Club, cuya atmósfera impecable me resultaba reconfortante y familiar. Demasiado cercana, en realidad, al evocar al Acapulco de mis orígenes: ese que vive enraizado en una bahía del Pacífico mexicano, lejos de aquí.

De vuelta al presente y en un entorno de azules y verdes exuberantes impregnados de un aura relajada y distinguida a partes iguales, probé un menú de sabores inspirados en México que sentí como un saludo de bienvenida honesto y lleno de alegría.
En el almuerzo incluí unos tacos de pescado (con aguacate, piña y cilantro) y un guacamole irresistible en el que las crudités y semillas de girasol pusieron la nota local. Después, el festín matutino sumó a la mesa la pesca del día, ceviches y chuletas de cordero a las brasas.
Un par de horas más tarde, una caminata a través del puente blanquísimo que atraviesa la piscina del restaurante me condujo a las faldas del destino, específicamente al corredor que transitan turistas y locales, peatones y ciclistas, huéspedes y espontáneos. Al cabo de un tiempo volví a mi refugio temporal con una sensación de vitalidad que no cedía.

Al caer la tarde, la atmósfera atemporal que posee Rudi’s se convirtió en mi instantánea favorita, incluso antes de pedir el primer trago. El espacio es un auténtico manifiesto sibarita que se compone de texturas y matices que parecen acuñados a lo largo de travesías vividas en los rincones más lejanos del planeta.
De noche, la atmósfera acentúa su vocación bohemia con el sonido de un piano al final de la barra, estableciendo un diálogo musical en el escenario con una voz clásica reviviendo los éxitos de Frank Sinatra frente a una audiencia ensimismada.
El menú incluye cócteles de autor y los clásicos de siempre, además de una carta de vinos con etiquetas consolidadas y otras acreditadas por pequeños productores, de edición limitada.
También se contemplan champán y tragos limpios de whisky y mezcal, solo por mencionar algunos favoritos personales entre un sinfín de alternativas listas para satisfacer los caprichos de una concurrencia cosmopolita que lo ha visto todo.

Ya en El Patio, al aire libre y de nuevo en libertad, concluyo que las verdaderas dimensiones estilísticas de la propiedad rebasan los límites de mi vista. Cedo al impulso de codificar el paisaje y me entrego a un deleite contemplativo apenas comparable con el placer culinario que, confirmo después, dan unos fogones especialistas en potenciar los alcances de la alacena local.
Las preparaciones derrochan colorido e incluyen ensaladas de todo tipo, con frutas y vegetales cultivados en casa (destaca una selección veggie que rebosa imaginación) y clásicos mediterráneos que abrevan del mar y tierra locales.
Los langostinos tigre al horno de leña y la Marucha de Wagyu con chimichurri merecen una mención aparte, atendiendo a los gustos personales del aquí firmante: ambos platos son un tributo a la cocina bien ejecutada, esa que respeta el producto, pero no teme seducir al comensal con carácter y profundidad de sabor.
La mañana siguiente mantuvo intacto mi anhelo de observalo todo. Esta vez, mis pasos me llevaron al ala más verde del complejo de hospitalidad para acudir puntual a una cita con el chef Andrés Ruiz y conocer las novedades culinarias que prepara Marbella Club de cara al verano.

Bajo el concepto SustainTable, el cocinero me comparte que la propiedad ofrecerá cenas colaborativas con menús inspirados en Finca Ana María. La propuesta busca fusionar el talento de casa con el de una alineación de cocineros invitados —incluidos varios poseedores de estrellas Michelin—.
Las próximas cenas confirmadas serán servidas en colaboración con el chef Iago Pazos (del restaurante Abastos, de Galicia), el 28 de junio; Iris Jordán (del Ansils, en Huesca), el 20 de septiembre; y Jesús Segura (del restaurante Casas Colgadas, en Cuenca), el 13 de diciembre. Además del atractivo culinario, el ciclo de cenas posee un componente altruista que lo hace irresistible: los recursos recaudados serán donados a la Fundación Arboretum, que se especializa en regeneración ecológica y educación medioambiental.
Nuevas citas gourmet se cocinan en la finca, entre ellas, La Concha Conversations Wine Series, encuentros enológicos que analizan los derroteros del vino y su deconstrucción en el imaginario español.
Esta serie finalizará en octubre con una fiesta de la vendimia celebrada en casa. También destaca otro formato especial: El Olivar by Chef Andrés Ruiz, cuyo menú, siempre cambiante, se nutre de la producción local (la Finca Ana María produce más de 300 variedades de frutas y verduras al año) y sirve comidas en un escenario que materializa cualquier concepción edénica en medio de rincones concebidos para alternar el deleite culinario con la exploración del espacio circundante, fascinante y lleno de escondrijos que reclaman atención y obligan a detener el paso, simplemente, para admirar su belleza.

Así descubrí una mesa rectangular hundida en el paisaje (flanqueada por dos filas enormes de asientos en ambos extremos), ideales para compartir comidas y conversaciones de tintes fantásticos.
Muy cerca de ahí, un laberinto habitado por conejos silvestres comparte espacio con un invernadero que parece retroceder en el tiempo al poner un paso en su interior, habitado solo por objetos de aspecto antiguo. La belleza bucólica del conjunto convive en armonía con el ímpetu del Mediterráneo latiendo omnipresente a solo unos pasos.
Después me topo con el columpio que vi desde mi ventana y descubro que en la cercanía se revela poseedor de una belleza descomunal. Tras subir a él y observar un cielo de hojas con rayos de sol escabulléndose entre espacios ínfimos, confirmo que me hace falta más tiempo para recorrer los nuevos terrenos que me “coquetean” en la distancia tras cada nueva mirada.
La mañana siguiente madrugué para correr en las veredas conocidas de la Finca Ana María hasta llegar a las faldas de arena del destino, en torno al muelle de mis recuerdos y en busca de un nuevo amanecer, sí, pero también de una nueva dosis de inspiración.